El lugar que se relata en el cuento es real, La Cueva de los Verdes está situada en el Municipio de Lanzarote perteneciente a las Islas canarias
(Sobre la costa Atlántica, en el norte de África, ver mapa aquí)
UN
DIA DESPUÉS, de Vicente Battista (Adaptación)
Miré
una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios
sensuales y pelo negro. Era una belleza.
-Se
llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el
sábado, al mediodía, me dijeron.
Asentí
con la cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento del dinero
pactado y el pasaje de ida y vuelta a la isla de Lanzerote. Dijeron
que confiaban en mi y que el resto lo recibiría al final del
trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio
en especial. Uno de ellos dijo que había una cueva cerca del hotel
llamada “Cueva de los Verdes” y que ese tal vez podría ser el
lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta
ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de
despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para
encontrarme con Mercedes Gasset
No
me interesaban las islas Canarias y jamás había estado en
Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento que había
leído hace tiempo en donde un hombre se encontraba con una mujer
joven, para disfrutar de un fin de semana. También yo iba a
encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de
semana; iba a matarla.
La
vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa;
aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y
pidió un vaso de leche fría.
No
es el mejor modo de combatir la ansiedad – dije.
Me
miró; sonrió levemente.
-
¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
-
No hay más que verte.
-
¿Psicólogo?
Habíamos
roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón
ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era española, más
precisamente de Madrid.
-Uruguayo
– mentí.
Establecidas
las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
Si
me prometés cambiar la leche por un trago, esta noche cenamos
juntos- le dije.
Ella
se río y aceptó la invitación.
La
vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio
prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría
el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía
gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso
dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y le ordené al
conserje que me llamaran para despertarme a las ocho y media.
Fue
puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas.
Dijo
que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería
vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia
la mesa.
Elegimos
una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y
acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había
Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el
mejor de los vinos.
Quiso
saber de mí y dije que no quería hablar mí. A la hora del café y
el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera
vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
Decidimos
que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo
nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni
el mar me importaron.
Se
recostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible. Era
una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con
cariño. Se quedó dormida de inmediato. .
Un
par de horas más tarde ella abrió los ojos. Le pregunté si conocía
la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana
siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia
de muerte.
Un
simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la
Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar,
de camino a la Cueva de los Verdes. Habíamos decidido encontrarnos
ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un
contingente turístico.
Mis
clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría
permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su
putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de
Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de
una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El
contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche
fotográfico.
-
Aquí no se pueden sacar fotos – bromeó.
-No
pienso sacar fotos – dije.
La
Beretta en mi mano hizo innecesario cualquier otro comentario.
-
No entiendo - dijo y había sorpresa en su espanto.
-No
es necesario que entiendas – dije.
-
Hay un error - dijo, casi suplicante
-
Tiene que haber un error.
Dije
que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un
sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó
reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente,
casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di
un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre.
Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y
la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa y
caminé rápido hacia donde estaba el contingente de turistas. Habían
pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia.
Los
pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma
y de la documentación falsa de mi identidad.
Entré
en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi
cuarto, cuando escuché una voz femenina...
-
Me llamo Mercedes Gasset – oí - Hay una reserva a mi nombre. Tenía
que haber llegado ayer pero el vuelo...
Giré
la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo
agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día
de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de
los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta
impostora pero como decía Quincey, “no hay que dejar las cosas
para el día siguiente”. Me acerqué y le dije que ése no era el
mejor modo de combatir la ansiedad...
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