Trailer de "Otra vuelta de tuerca" (doblada al español, versión del año 1995) Traté de encontrarla por todos lados entera pero no lo logré. De todas formas creo que para empezar a leer la historia (quienes aún no lo hicieron) es un buen preámbulo.
lunes, 26 de agosto de 2013
Trailer de la película "Otra vuelta de tuerca" basada en el libro que tienen que leer.
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Cecilia Fiori. Prof. en Cs. de la comunicación (UBA) / Prof de Literatura / Postítulo en tecnologías y Postítulo en Escritura y literatura
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miércoles, 21 de agosto de 2013
Texto a trabajar el 23 de Agosto
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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CUENTOS FANTÁSTICOS
sábado, 10 de agosto de 2013
Texto para el viernes 16 de Agosto
Cuento: Axolotl de Julio Cortázar
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolote. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad (...). Ahora soy un axolote.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en París (...)Nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Pero ese día, no se por qué, elegí los acuarios. Observé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotes Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa. Luego investigué sobre ellos en la biblioteca. Consulté un diccionario y supe que los axolotes son formas larvales, provistas de branquias, una especie de batracios. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español. ajolote volví (...) Volví a verlos al día siguiente. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados (...) Los axolotes se amontonaban en el angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban (...) Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi su cuerpecito rosado y como translúcido (...) semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada (...) A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan angosto; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros (...) El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotes. Sus ojos sobre todo me obsesionaban.
Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro (...) seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolote (...) Yo creo que era la cabeza de los axolotes, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba (...) Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo (...). Su mirada (...) me penetraba como un mensaje: "Sálvanos, sálvanos" (...) En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo (...)
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente (...) Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro (...)
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor (...) Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Y ahí fue cuando, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez de la del axolote vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes...
Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo (...) Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotes. Yo era un axolote (...) Él estaba fuera del acuario (...) El horror venía (...) enterrado vivo en un axolote, condenado a moverme (...) entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolote junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre (...)
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre (...) Me parece que por lo menos alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y (...) me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotes.
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CUENTOS FANTÁSTICOS
domingo, 4 de agosto de 2013
Cuentos Fantásticos - ACTIVIDADES
CUENTO "LA ESQUINA PELIGROSA" DE MARCO DENEVI
1 - Marca con una cruz la opción correcta:
La esquina peligrosa narra...
A ) La historia de un hombre que experimenta una metamorfosis.
B ) La historia de un objeto que adquiere características humanas.
C ) Una alteración en la temporalidad / espacialidad.
D ) La mezcla entre la vigilia y lo onírico.
2 - Indique el tipo de narrador del relato y si este narra en primera o tercera persona. JUstifique su respuesta empleando una cita del cuento.
3 - En el cuento, un mismo lugar adquiere características diversas. Subrayen con dos colores diferentes ejemplos de:
El barrio del niño del magnate y el barrio en la actualidad.
4 - Señalen en qué parte del cuento se produce el acontecimiento o suceso fantástico.
5 - ¿Dentro de qué temática de los cuentos fantásticos puede enmarcarse este relato?
6 - Señala en el cuento la estructura interna: Introducción, nudo y desenlace.
7 - Explica con tus palabras el desenlace del cuento.
8 - Escribe un cuento fantástico que responda a alguna de las siguientes situaciones (recuerda que como todos cuento debe mantener una estructura de Introducción, nudo y desenlace)
- Un hombre percibe la presencia de seres invisibles que poco a poco se van apoderando de su casa.
- Una mujer sueña y al despertar se encuentra en el lugar que había soñado.
- Un hombre se mira a un espejo el cual refleja una imagen monstruosas de sí.
- Una mujer siente que poco a poco se va transformando en un pájaro.
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"La esquina peligrosa" de Marco Denevi (Texto visto el 02/08)

“La esquina peligrosa” de Marco Denevi
El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de un almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
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CUENTOS FANTÁSTICOS
"Esbozo de un sueño" de Julio Cortázar
Bruscamente siente gran deseo de ver a su tío y se apresura por
callejuelas retorcidas y empinadas, que parecen esforzarse por alejarlo
de la vieja casa solariega. Después de largo andar (pero es como si
tuviera los zapatos pegados al suelo) ve el portal y oye vagamente
ladrar un perro, si eso es un perro. En el momento de subir los cuatro
gastados peldaños, y cuando alarga la mano hacia el llamador, que es
otra mano que aprieta una esfera de bronce, los dedos del llamador se
mueven, primero el meñique y poco a poco los otros, que van soltando
interminablemente la bola de bronce. La bola cae como si fuera de
plumas, rebota sin ruido en el umbral y le salta
hasta el pecho, pero
ahora es una gorda araña negra. La rechaza con un manotón desesperado, y
en ese instante se abre la puerta: el tío está de pie, sonriendo detrás
de la puerta cerrada. Cambian algunas frases que parecen preparadas, un
ajedrez elástico. «Ahora yo tengo que contestar...» «Ahora él va a
decir...» Y todo ocurre exactamente así. Ya están en una habitación
brillantemente iluminada; el tío saca cigarros envueltos en papel
plateado y le ofrece uno. Largo rato busca los fósforos, pero en toda la
casa no hay fósforos ni fuego de ninguna especie; no pueden encender
los cigarros, el tío parece ansioso de que la visita termine, y por fin
hay una confusa despedida en un pasillo lleno de cajones a medio abrir y
donde apenas queda lugar para moverse.
Al salir de la casa sabe que no debe mirar hacia atrás, porque...
No sabe más que eso, pero lo sabe, y se retira rápidamente, con los
ojos fijos en el fondo de la calle. Poco a poco se va sintiendo más
aliviado. Cuando llega a su casa está tan rendido que se acuesta en
seguida, casi sin desvestirse. Entonces sueña que está en el «Tigre» y
que pasa todo el día remando con su novia y comiendo chorizos en el
recreo Nuevo Toro.
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CUENTOS FANTÁSTICOS
"El guante de encaje" de María Teresa Andruetto

“EL GUANTE DE ENCAJE” de María Teresa Andruetto
Cierta vez un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante. -Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo- dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo allí.
- Cómo no, señorita -contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: -Convide, mi hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo del vino cayó sobre el vestido y dejó allí en el pecho, una mancha rosada como un pétalo. - ¡Qué lástima! -habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volviera a probar algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche del Sr. Severo Andrada, Encarnación les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. - ¡Avemaría purísima!- llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño: - ¿Qué se le ofrece?
- ¿Aquí vive la señorita Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
- Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro.- El hombre siguió mirándolos en silencio.
- No lo tome a mal -insistió el paisano-. Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. - El hombre seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que éste habló: - Es mi hija, pero está muerta... ayer se cumplieron veinte años...
- Dijo que venía de bailar...- recordó el paisano-.
-Hace veinte años... - contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven exclamó: - El guante... por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a llevárselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante. -Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo- dijo cuando el carro se detuvo- ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo allí.
- Cómo no, señorita -contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo: -Convide, mi hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos. Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo del vino cayó sobre el vestido y dejó allí en el pecho, una mancha rosada como un pétalo. - ¡Qué lástima! -habló ella- ¡Era tan blanco!
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volviera a probar algo.
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche del Sr. Severo Andrada, Encarnación les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho unas cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo.
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos. - ¡Avemaría purísima!- llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño: - ¿Qué se le ofrece?
- ¿Aquí vive la señorita Encarnación? -preguntó el paisano. El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra.
- Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro.- El hombre siguió mirándolos en silencio.
- No lo tome a mal -insistió el paisano-. Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos. - El hombre seguía en silencio.
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que éste habló: - Es mi hija, pero está muerta... ayer se cumplieron veinte años...
- Dijo que venía de bailar...- recordó el paisano-.
-Hace veinte años... - contó el padre- para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven exclamó: - El guante... por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a llevárselo.
El muchacho entregó el guante de encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos.
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"El guante de encaje" de María Teresa Andruetto.
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jueves, 1 de agosto de 2013
La otra vuelta de tuerca de Henry James
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OTRA VUELTA DE TUERCA
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